Bitácora de viaje: Talampaya – parte 2 de 2
Viaje a Talampaya
Por Martín Farina
Una tarde llegamos al sitio donde en 2017 parte del equipo encontró a Tessellatia bonapartei un fósil que por sus características había aportado información importante para dilucidar el origen de los mamíferos. Se había publicado pocas semanas atrás y además de impactar de lleno en la comunidad científica saltó a los medios de comunicación. Se encontrado unos años atrás en el mismo sitio donde estábamos ahora, en un punto indicado con una pequeña pirca, que visto en perspectiva por la trascendencia del descubrimiento, más parecía un altar que una señal en terreno. Me saqué varias selfies para inmortalizar ese momento.
Un sexto integrante se sumó a mitad de la campaña: un pequeño puma que pudimos observar algunas noches escondido entre los árboles alrededor del campamento. Los ojos verdes en la oscuridad y sus huellas durante la mañana lo delataban. Como equipo éramos conscientes que estábamos en la parte integral del Parque Nacional, la zona de mayor protección, por lo tanto bajo ninguna circunstancia podíamos interactuar con la fauna. Así que durante las noches que veíamos los ojos verdes entre los árboles continuábamos nuestro trabajo con fingida normalidad, pero con la adrenalina en el aire.
Luego de una semana salimos a cargar agua y, cortesía de los guardaparques, darnos una ducha. El desierto seguía ahí esperado por nosotros que estábamos cada vez con más cansancio acumulado y en mi caso, además, con mucha frustración por no poder encontrar nada realmente significativo. Las comidas eran abundantes y elaboradas de la mano de Leandro y Juan Cristóbal quienes demostraron tener mucha pericia para cocinar en condiciones adversas. Una cena podía tardar varias horas en cocinarse y dependía de la colaboración activa de todos, pero el resultado era exquisito: pantrucas chilenas, porotos con rienda, salsa de maní con arroz … comer mal estaba implícitamente prohibido.
Durante las mañanas Leandro preparaba una generosas tostadas o huevos revueltos y mientras esperábamos que salga el sol para comenzar el trabajo nos divertíamos tirando gotitas de agua en la mesa para ver cómo se congelaban instantáneamente: tal era el frío que hacía durante la mañana. Las noches quizás sean las que dejan los mejores recuerdos. El cielo de Talampaya, para alguien que vive en la ciudad es difícil de describir. Creo que decir que nunca creí ver un cúmulo estelar a ojo desnudo (y se trató nada menos que la Gran Nube de Magallanes) describe bastante bien la claridad del firmamento.
Las últimas tres jornadas fueron las más productivas. Luego de diez días de trabajo intenso y varios hallazgos dudosos, en una hoyadita a más de una hora caminando, Juan Cristóbal, Leandro y Federico dieron con una serie de cráneos relativamente bien conservados no sólo de cinodontes, si no también de ancestros de los cocodrilos. En ese mismo lugar pude encontrar algo que se parecía a una huella pero sigue estando bastante mal conservada como para sacar conclusiones. Me quedé con las ganas de realizar un hallazgo descollante, sí, pero también sabía que podía pasar y que era parte del juego.
El último día había nubarrones. Llovía de a ratos y en los intervalos que el clima lo permitía desarmamos las carpas. Una mezcla de alegría por volver a casa y amargura por dejar un sitio de belleza extrema que nos alojó durante 15 días en una aventura inigualable generaban sentimientos confusos. Y llovía. Una lluvia en el desierto. Quizás la mejor metáfora de lo que sentíamos en ese momento.